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sábado, 8 de febrero de 2025

OLYMPE DE GOUGES O LOS DERECHOS DE LA CIUDADANA

 

Quizás sea posible remontar el germen del feminismo hasta los tiempos de finales de la Edad Media y del Renacimiento, cuando ya podemos identificar algún que otro texto donde se protesta por la situación social de la mujer o se defiende su capacidad intelectual comúnmente menospreciada. Pero no es hasta la consolidación de la Modernidad, en los siglos XVII y XVIII, que aparecen obras que recogen ideas que resulta legítimo llamar propiamente feministas, al plantear ya de manera explícita la igualdad de derechos entre mujeres y varones. Dentro del movimiento ilustrado surgirán algunas voces en este sentido, reivindicando, entre otras cosas, un lugar para la mujer en esa esfera cultural e intelectual a la que tanta importancia otorgaban los ilustrados. Lo anterior constituye la conocida en ocasiones como “primera ola” del feminismo. Procede aclarar que existe cierta discrepancia acerca de esta clasificación de las etapas históricas del feminismo, ya que hay quien considera que la primera ola (y, por tanto, su nacimiento) se da en el siglo XIX con el movimiento sufragista, pero aquí vamos a sostener que en realidad se da en el XVIII dentro del contexto del movimiento ilustrado. Y elegimos situar ese punto de arranque en la obra de Mary Wollstonecraft (a la que podríamos llamar la “abuela” de Frankenstein, ya que fue la madre de Mary Shelley) Vindicación de los derechos de la mujer (1792), ya que es esta la primera ocasión en que se lleva a cabo una teorización suficientemente desarrollada acerca de la defensa de unos derechos para la mujer que hasta el momento le habían sido negados, como serían el de una educación y, como consecuencia de ello, el de una participación social, en pie de igualdad con el varón. No obstante, incluso ya antes el cartesiano Poullain de la Barre había publicado sus De la igualdad de los dos sexos (1673) y De la educación de las damas (1674).

Nos encontramos en un momento de gran agitación social y cultural, de reivindicación de nuevos valores que se enfrentan a los del Antiguo Régimen, y entre los que se encuentra, claro está, el de la igualdad. Sin embargo, esa igualdad no parece incluir la que pudiera darse entre géneros. Y ahí está, como botón de muestra, la acérrima misoginia de ilustrados como Kant (que califica a las mujeres de “niños grandes”) o Rousseau (que propone una educación totalmente diferenciada para cada género). Aparecen mujeres, como Madame de Staël o la marquesa de Châtelet, que reclaman el mismo reconocimiento que sus compañeros masculinos en los terrenos social, político y también, como algo no menos importante, intelectual y cultural. El acceso a la educación es algo vetado a la mayoría de las mujeres de la época, y aquellas que lo consiguen debido a circunstancias vitales excepcionales, a duras penas son consideradas a igual nivel que los varones con su misma formación. De ahí el fenómeno de las salonnières, que se puede interpretar como un intento de ciertas mujeres de llevar la cultura a su ámbito privado, ya que su propio acceso al ámbito público era limitado.

La mejor crítica a ese planteamiento sesgado de la mayor parte de los ilustrados la encontramos en Olympe de Gouges (pseudónimo de Mary Gouce). En 1789, y como pieza clave del proceso revolucionario francés, se proclama la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, documento considerado uno de los antecedentes históricos de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en tanto recoge la idea de la existencia de unos derechos emanados de la mera condición humana. En ella se reconocen la libertad e igualdad de todos los hombres y se enumeran los derechos que poseen en tanto ciudadanos del Estado ante posibles abusos como los que se producían en el Antiguo Régimen. Pero Olympe de Gouges, para quien la Revolución no llegaba a ofrecer a las mujeres lo que necesitaban, observa que ni siquiera en tales derechos, a pesar de que son presentados como universales, se las tiene en cuenta. En primer lugar, porque no se las menciona en ningún momento, pero también porque no se contemplan determinadas problemáticas que les son específicas. Por si ello no resultase evidente, hay que decir que en la emblemática Enciclopedia de Diderot y D’Alembert se dice que “No se otorga este título [el de ciudadano] a las mujeres, a los niños o a los sirvientes más que como miembros de la familia de un ciudadano propiamente dicho. Mujeres, niños y sirvientes no son verdaderos ciudadanos”. Así que, como respuesta a ese ninguneo hacia las mujeres, Olympe presenta en 1791 a la Asamblea Legislativa de Francia su Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, concebida como complemento pero a la vez crítica del texto original. La mujer tiene una serie de problemas específicos, y los mismos no son reconocidos en ningún momento en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Es posible que Olympe se plantease una pregunta como esta: en el hipotético (e ideal) caso de que se cumpliese todo lo reclamado en la Declaración “masculina", ¿el día a día de la mujer de la época sería diferente? Muy probablemente, no. De ahí que vea la necesidad de que exista un texto que constituya al mismo tiempo una respuesta vindicativa y un complemento al anterior. En efecto, su Declaración puede considerarse como una propuesta de añadido que corrija las carencias de la otra Declaración, pero también como una protesta desde la indignación, la expresión de un ¿y qué pasa con nosotras?.

Yendo ya al texto, podemos apreciar que el “Preámbulo” es prácticamente un remedo del original pero sustituyendo en todo momento “hombre” por “mujer”. Tras ello, y en todo el restante articulado (y sin que tengamos necesidad de un análisis detallado punto por punto), se van a reclamar para la mujer los mismos derechos que el texto original reclama para el hombre, en virtud de la igualdad considerada justa. Pero también se va a llevar a cabo un recorrido por las reivindicaciones que corresponden de manera particular a la mujer: la plena igualdad entre géneros en lo político y la participación en la esfera pública, y también en lo económico, el rechazo de la imposición del varón sobre la mujer, el derecho sobre la propia maternidad... En definitiva, todo aquello que a la prácticamente totalidad de varones de aquella época (y, lamentablemente, a muchos de la nuestra actual) no le parecería motivos de reivindicación.

Nos podemos preguntar cómo sería recibido en su momento el texto de Olympe. Suponemos que difícilmente fuera visto con buenos ojos, en tanto posiblemente sería interpretado como algo a medio camino entre la enmienda de un texto histórico al que la autora estaría, en definitiva, acusando de defectuoso, y una especie de ajuste de cuentas. Pero aún más preocupante es apreciar cómo ha seguido viéndose a lo largo de la historia. Y es, evidentemente, como algo marginal. Si hablamos de la historia “oficial” de los derechos humanos, raramente veremos aparecer este texto, y, si lo vemos aparecer, siempre será presentado en cotejo con su versión masculina (¿acaso no es lo que también hemos hecho aquí?). Es decir, una vez más lo femenino como otredad, tal como decía Simone de Beauvoir.