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domingo, 1 de noviembre de 2020

LIBERTAD



 Si la libertad significa algo, es el derecho de decir a los demás lo que no quieren oír.

George Orwell



Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento, y muera el que no piense como yo.

Voltaire




 La libertad es alimento nutritivo, pero de difícil digestión. Es, por tanto, necesario preparar a los hombres mucho tiempo antes de dárselo.

Jean-Jacques Rousseau






Raros son esos tiempos felices en los que se puede pensar lo que se quiere y decir lo que se piensa.

Tácito






¿TODAS LAS OPINIONES SON RESPETABLES? NO

 
Fernando Savater no es precisamente santo de nuestra devoción, especialmente debido a su deriva política (lo cual no se ha de considerar algo accidental ni secundario, pues el pensamiento político nunca lo es en un filósofo), pero ello no obsta para que reciba nuestro reconocimiento por sus numerosos méritos o para que apreciemos la validez de muchas de sus reflexiones. Aquí presentamos un texto que leímos hace ya bastante tiempo y hemos recuperado últimamente por razones que no vienen al caso, cuyo contenido podríamos suscribir al menos en un 80% (lo cual no es poco en el caso de algo tan situado en la perspectiva individual como es el pensamiento filosófico). En él derriba un tópico habitual, el de que todas las opiniones son respetables. Es ésta una afirmación definitivamente falsa que ha sido repetida en innumerables ocasiones y que siempre se presenta como muestra de honestidad intelectual cuando, si se interpreta de la manera correcta, denota precisamente lo contrario. Podríamos aportar nuestros propios argumentos acerca de por qué esta sentencia es una falacia, los cuales no coincidirían en todo punto con los de Savater (y posiblemente lo hagamos en otro momento), pero por ahora quedémonos con sus reflexiones al respecto, las cuales no dejan de constituir un interesante punto de partida para cuestionarse una de esas ideas que, de tan reiteradas, todo el mundo asume sin llegar a plantearse ni su cómo ni su porqué.
 
En nuestra sociedad abundan venturosa y abrumadoramente las opiniones. Quizá prosperan tanto porque, según repetido dogma que es non plus ultra de la tolerancia para muchos, todas las opiniones son respetables. Concedo sin vacilar que existen muchas cosas respetables a nuestro alrededor: la vida del prójimo, por ejemplo, o el pan de quien trabaja para ganárselo o la cornamenta de ciertos toros. Las opiniones, en cambio, me parecen todo lo que se quiera menos respetables: al ser formuladas, saltan a la palestra de la disputa, la irrisión, el escepticismo y la controversia. Afrontan el descrédito y se arriesgan a lo único que hay peor que el descrédito, la ciega credulidad. Sólo las más fuertes deben sobrevivir, cuando logren ganarse la verificación que las legalice. Respetarlas sería momificarlas a todas por igual, haciendo indiscernibles las que gozan de buena salud gracias a la razón y la experiencia de las infectadas por la ñoñería seudomística o el delirio.

Tomemos, por ejemplo, uno de nuestros debates televisivos de corte popular en el que se afronte alguna cuestión peliaguda como los platillos volantes, la astrología, (sobre este tema hubo uno reciente muy movido, en el que Gustavo Bueno y dos astrofísicos se enfrentaban a una selección de embaucadores particularmente correosa que contaba con la simpatía beocia de la audiencia), la curación mágica de enfermedades o la inmortalidad del alma. Cualquiera de los participantes puede iniciar su intervención diciendo: "Yo opino...". Pues bien, esa cláusula aparentemente modesta y restrictiva suele funcionar de hecho como todo lo contrario. Y es que hay dos usos diferentes, opuestos diría yo, del opinar. Según el primero de ellos, advierto con mi "yo opino" que no estoy seguro de lo que voy a decir, que se trata tan sólo de una conclusión que he sacado a partir de argumentos no concluyentes y que estoy dispuesto a revisarla si se me brindan pruebas contrarias o razonamientos mejor fundados. En ningún caso diría "yo opino" para luego aseverar que dos más dos son cuatro o que París es la capital de Francia: lo que precisamente advierto con esa fórmula cautelar es que no estoy tan seguro de lo que aventuro a continuación como de esas certezas ejemplares. Éste es el uso impecable de la opinión.

Pero, en otros casos, decir "yo opino" viene a significar algo muy distinto. Prevengo a quien me escucha de que la aseveración que formulo es mía, que la respaldo con todo mi ser y que, por tanto, no estoy dispuesto a discutirla con cualquier advenedizo ni a modificarla simplemente porque se me ofrezcan argumentos adversos que demuestren su falsedad. Theodor Adorno, en un excelente artículo titulado Opinión, demencia, sociedad, describe así esta actitud: "El yo opino no restringe aquí el juicio hipotético, sino que lo subraya. En cuanto alguien proclama como suya una opinión nada certera, no corroborada por experiencia alguna, sin reflexión sucinta, le otorga, por mucho que quiera restringirla, la autoridad de la confesión por medio de la relación consigo mismo como sujeto". Este modelo de opinante convierte cualquier ataque a su opinión en una ofensa a su propia persona. Para él, lo concluyente en refrendo de un dictamen no son las pruebas ni las razones que lo apoyan, sino el hecho de que alguien lo formula rotundamente como propio, identificando su dignidad con la veracidad de lo que sostiene. Como cada cual tiene derecho a su opinión, lo que nadie puede recusar, se entiende que todas las opiniones no son del mismo rango y conllevan la misma fuerza resolutiva, lo cual destruye cualquier pretensión objetiva de verdad. Este es el uso espurio de la opinión.

En el debate televisivo al que antes aludíamos, cualquier pretensión de acuerdo sobre lo plausible suele quedar descartado de antemano. Quien insiste en que no se tome por aceptable más que lo racionalmente justificado sienta de inmediato plaza de intransigente o dogmático, vicios de lo más detestables. La resurrección de los muertos y la función clorofílica de ciertas plantas pasan por ser opiniones igualmente respetables; el que no lo cree así y protesta está ofendiendo a sus interlocutores, conculcando su básico derecho humano a sostener con pasión lo inverificable. La actitud de quien gracias a su fe particular "lo tiene todo claro" se presenta no sólo como perfectamente respetable desde la discreción cortés, sino hasta desde el punto de vista científico. En esos programas no hay disparate que no se presente como avalado por "importantes científicos". Si es así, ¿por qué nunca habíamos oído hablar de ello? Nos lo aclaran enseguida: porque lo impide la ciencia "oficial", mafia misteriosa al servicio de los más inconfesables intereses. Otros, menos paranoicos, pero más descarados convierten la propia ciencia moderna en aval de la irracionalidad desaforada. Recuerdo un espacio televisivo en que discutían casos de "combustión espontánea" que aquejan a determinadas personas por causas impenetrables, aunque probablemente extraterrestres. Un reputado físico argumentaba educadamente contra varios farsantes, todos los cuales tenían muy clara su "respetable" opinión. Cuando se mencionó el método científico, uno de los embaucadores -parapsicólogo o cosa semejante- pontificó muy serio: "Mire usted: la ciencia moderna se basa en dos principios, el de relatividad, que dice que todo es relativo, y el de incertidumbre, que asegura que no podemos estar seguros de nada. Así que tanto vale lo que usted dice como lo que digo yo y ¡viva la combustión espontánea!".

La filosofía arrastra una vieja enemistad contra la opinión, entendida en el infecto segundo sentido que hemos descrito. Y no porque sea la filosofía una ciencia empírica ni porque tenga acceso privilegiado a la verdad absoluta, sino porque es su misión defender el contraste razonable de las opiniones y entre las opiniones, su justificación no a partir de lo inefable o lo inverificable, sino por medio de lo públicamente accesible, de lo inteligible por todos y cada uno. Parece más importante que nunca que siga conservando hoy también ese antagonismo crítico, cuando los medios de comunicación han multiplicado tanto el número de opinantes encallecidos. Por eso, resulta especialmente grave el retroceso del papel de la filosofia en los estudios de bachillerato, que antes o después puede llevar a su abolición académica (la otra no depende de los ministros, si no, ya hubiera tenido lugar). Cuando protesté por esta marginación ante un responsable del plan de estudios, me repuso con toda candidez burocrática: "Date cuenta, enseñar filosofía es cosa muy complicada. ¡Hay opiniones para todos los gustos!". A veces siento cierto desánimo, que considero plenamente respetable.

Fernando Savater, "Opiniones respetables", El País (2 de julio de 1994)


DI TROCCHIO: "LAS MENTIRAS DE LA CIENCIA"







Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia. ¿Por qué y cómo nos engañan los científicos?
(Le bugie della scienza. Perché e come gli scienziati imbrogliano)
Traducción de Constanza V. Meyer
Año de publicación: 1993
Edición: Alianza Editorial, Madrid, 2003 (2ª ed., 2ª reimpresión)


El autor es profesor de Historia de la Ciencia en la Universidad de Roma "La Sapienza", secretario de la Società Italiana di Storia della Scienza y miembro de la Académie Internationale d’Histoire des Sciences. También ha ejercido como redactor del semanal L’Espresso.
    Di Trocchio se ocupa fundamentalmente de los problemas estructurales de la actividad científica, y es autor de varios libros de carácter divulgativo alrededor de dicha temática, de los cuales el que nos ocupa es un buen ejemplo.

El tema del libro es el del fraude en la investigación científica (se refiere a áreas como biología, física, química, psicología, paleontología,...) entendido como falseamiento de resultados de investigaciones, apropiación del trabajo de otros, irregularidades intencionadas en los procedimientos de experimentación,...

Para desarrollar este tema, el texto se divide en dos tipos de contenidos que se van exponiendo de manera intercalada:
    Un análisis del fenómeno en cuanto a sus mecanismos, motivaciones y otros aspectos (prefacio y capítulos III y IX).
    La narración de casos de fraude acaecidos en distintos momentos de la historia de la ciencia, muchos de ellos llevados a cabo por científicos prestigiosos y de valía (incluidos algunos que forman parte de la historia de la ciencia o premios Nobel). Este recuento sirve para ilustrar y apoyar las tesis que el autor expone en su análisis del fenómeno (capítulos I, II y IV a VIII).

Di Trocchio distingue dos tipos de fraude científico en función de sus móviles y consecuencias: los llevados a cabo bienintencionadamente con el fin de defender una idea de la que el científico se encuentra sinceramente convencido, y los motivados por intereses personales extracientíficos (beneficio económico, búsqueda de prestigio o posición profesional, etc.).
    Los primeros, ejemplificados en casos como los de Galileo, Newton, Freud o Mendel, son defendidos por Di Trocchio como engaños positivos e incluso necesarios, en tanto que se realizan en interés de la ciencia y por exigencias de la propia naturaleza de la investigación científica. Así, sirven como recurso para salvar ideas válidas que hubieran sido rechazadas si los investigadores se hubieran limitado a utilizar los medios considerados legítimos (debido, por ejemplo, a las deficiencias de los aparatos teóricos de cálculo o de los instrumentos de medición o experimentación disponibles en el momento). Esta postura del autor al respecto de este tipo de engaño se inscribe en un planteamiento teórico que incluye referencias tanto al falsacionismo popperiano como al anarquismo epistemológico de Feyerabend (el cual se expone ampliamente en el capítulo IX).
    En el caso de los fraudes incluidos en la segunda categoría de las arriba enumeradas, son rechazables, según Di Trocchio, porque responden a intereses espurios: con ellos no se busca beneficiar a la ciencia, como en el caso de los del tipo anterior, sino al propio científico de manera personal. Son engaños que, a diferencia de los primeros, no traen consigo ninguna aportación al avance de la ciencia ni conllevan utilidad práctica de tipo técnico alguna. Para explicar por qué y cómo se producen, Di Trocchio expone (capítulo III) la evolución de la actividad científica a lo largo de la historia, comparando su situación y condiciones actuales, nacidas en Estados Unidos y luego extendidas al resto del mundo occidental a partir de mediados del siglo XX, con las propias de etapas anteriores de la historia de la ciencia. Mientras hasta ese momento el científico trabajaba en unas circunstancias puramente vocacionales que hacían que su única motivación fuera la sincera búsqueda de la verdad, la profesionalización plena y masiva de la investigación científica y el contexto académico y empresarial en que se inscribe en la contemporaneidad, que conllevan una total dependencia de esta labor en relación con los poderes político y económico, incita a estos fraudes (muy frecuentes, según el autor) así como provoca la complicidad con ellos del estamento científico oficial, tanto por corporativismo como para evitar el desmontaje del aparato económico y social que rodea a la investigación científica.

“(...) en la época en que investigadores y científicos no competían a fin de obtener financiaciones y ascensos en su carrera cometían engaños, cuando lo hacían, sólo en nombre y en función de una idea en la que creían firmemente. Sus engaños parecen fraudes nobles, aunque sean siempre fraudes. Esto permite evaluar la distancia que separa a los científicos del siglo XIX de los de nuestros días y comprender la diferencia entre un científico de vocación y otro de profesión. El primero está dispuesto a arriesgar su propia carrera y su honor por una idea, el segundo está dispuesto a sacrificar las propias ideas por la carrera.” (págs. 335-336)

Otros puntos de interés tratados por el autor son los siguientes:
    Sobre los recursos técnicos y burocráticos utilizados para llevar a cabo el fraude en la ciencia desde la segunda mitad del siglo XX.
    Sobre la destrucción de la imagen romántica de la figura del científico (“objetivo, altruista (...) esclavo del deseo de conocer”) a través de la denuncia de su ambición, competitividad y falta de escrúpulos a la hora de llevar adelante su trabajo. Este punto toma como base lo narrado por James Watson en su obra La doble helice (1968), donde revela las turbias vicisitudes que rodearon el descubrimiento de la estructura del ADN por el que obtuvo el Nobel, confesión que causó gran escándalo en el momento de la publicación de la susodicha obra.
    Sobre la situación de crisis estructural en que está sumido el sistema científico occidental y la transferencia de la actividad científica a los países en vías de desarrollo como posible solución a tal problema. Al hilo de esto, se argumenta contra la común idea etnocéntrica de que la ciencia y la tecnología son productos culturales genuinamente occidentales.

Entre los más destacados casos de fraude narrados en el libro, entre muchos otros, encontramos los siguientes:

-El plagio de las observaciones astronómicas de Hiparco de Nicea llevado a cabo por Claudio Ptolomeo.
-Los experimentos de dinámica fingidos por Galileo.
    Este caso resulta especialmente llamativo, teniendo en cuenta que hablamos del introductor del método experimental, el cual plantea unas exigencias metodológicas que el mismo Galileo incumpliría (“Galileo sostenía que no era realmente importante llevarlos a cabo [los experimentos]”, “«Es inútil hacer el experimento, si os lo digo yo debéis creerme». Es evidente que este proceder no se corresponde en absoluto con la idea del método experimental que nos han enseñado en el colegio y mucho menos con el ideal de disciplina ética y metodológica del científico”).
-El falseamiento de cálculos matemáticos en que incurrió Newton con el objeto de ajustar sus leyes (incluida la de la gravitación) a los fenómenos.
-El intento del Nobel Gallo de robar el descubrimiento del VIH.
-El fenómeno de la fusión fría, que aun sin haberse conseguido probar experimentalmente es afirmado por un sector del mundo científico.
-La invención por parte de Mendel de resultados experimentales para respaldar sus leyes de la genética.
-Freud y su falseamiento de casos clínicos.
-El “descubrimiento” de los inexistentes rayos N
-Los falsos fósiles del hombre de Piltdown.
-Un caso reciente producido en nuestro propio país: el descubrimiento de pinturas rupestres en la cueva de Zubialde (Álava) por el estudiante de historia antigua Serafín Ruíz.
    Caso abierto en el momento de redacción del libro (que es de 1993, habiendo acontecido el supuesto hallazgo en el 90), Di Trocchio expresa sus sospechas de que se trata de un fraude. Efectivamente, así se descubriría posteriormente: las pinturas habrían sido realizadas por el propio Ruíz. Además de los indicios en esa dirección que apunta Di Trocchio, la prueba definitiva de ello sería el descubrimiento de unos restos de estropajo doméstico adheridos a las pinturas.

Como conclusión, se trata de un relato curioso y muy bien documentado que recoge un aspecto del mundo científico escasamente tratado, lo cual otorga a esta obra un valor añadido. Además de descubrirnos datos habitualmente poco o nada aireados sobre algunos de los más relevantes científicos, lo aquí expuesto incita a numerosas reflexiones sobre el trasfondo de la tarea de la investigación científica, al tiempo que nos alerta sobre la necesidad de mantener una permanente actitud crítica, incluso hacia aquellas áreas de conocimiento y disciplinas inicialmente menos susceptibles de sospecha.