Hoy me ha dado por recordar, quién sabe por qué (si es que ha de haber un porqué para estas cosas) una anécdota en particular de tantas que podría enumerar de entre las acaecidas a lo largo de las más de dos décadas que llevo dedicadas a la enseñanza (imagínense ustedes lo que dará eso para contar)
En cierta ocasión, a través del tutor de uno de los grupos a los que impartía la asignatura entonces existente con el nombre de Educación Ético-Cívica (que no sería sino la Ética de toda la vida, equivalente en contenidos a la actual Valores Éticos o a la próxima Valores Cívicos y Éticos de la LOMLOE… durante décadas el mismo perro con distintos collares), me llegaron ciertas impresiones del alumnado del susodicho grupo que no puedo dejar de considerar enormemente significativas.
Estos alumnos (la mayoría de ellos muy positivamente implicados con la actividad académica, dato que añado para evitar ciertas posibles malinterpretaciones de lo que voy a narrar) manifestaron que, aunque la asignatura les parecía interesante, no tenían ninguna queja acerca del trabajo del profesor, etc., se encontraban muy desconcertados por un aspecto en particular: que en ella se les animase a pensar por sí mismos. Obviamente, no lo expresaron de esa manera. Al parecer, lo que vinieron a decir fue que no tenían muy claro qué se esperaba de ellos, porque cuando exponían sus ideas en clase el profesor no les puntualizaba si lo que habían dicho "estaba bien o mal". Me centraré en esta última expresión, que al parecer se presentó como bastante literal, pero antes es conveniente que haga un par de aclaraciones. En primer lugar, decir que cuando comienzo un curso, de ésta o de cualquier otra asignatura, siempre me detengo de manera considerable en informar al alumnado de cuáles son los objetivos y el planteamiento de la misma; es decir, que el problema no se encuentra en este punto. En segundo lugar, pondré en antecedentes al lector acerca de lo que pudiera haber motivado a mi alumnado esas impresiones. En la asignatura de la que estamos hablando y en todas sus clónicas anteriores y posteriores, he exigido, por supuesto, la asimilación de determinados contenidos teóricos, pero al mismo tiempo también una reflexión personal sobre los mismos. Esto lo he hecho siempre a través de una serie de mecanismos que ahora no voy a detallar, pero el caso es que en un determinado momento el alumno ha tenido que expresar los resultados de dicha reflexión en un diálogo abierto con sus compañeros y el profesor (una puesta en común, me gusta llamarlo). En esa dinámica, el profesor se limita a ejercer de moderador. Bien, pues parece ser esto y no otra cosa lo que desconcertó a mi alumnado de aquel momento. Siempre he intentado dejarles claro, en este tipo de asignaturas, que mi objetivo no es el de enseñarles qué deben pensar acerca de lo que sea correcto o incorrecto (aunque, en cierto modo, el currículo oficial sí lo plantea así, pero yo nunca me he considerado un profesor de moral, como sí puedan serlo los docentes de la asignatura de Religión, sino de ética), sino el de enseñarles a reflexionar sobre ello. Por otra parte, me temo que los profesores de filosofía somos muy aficionados a valorar el sentido crítico y la autonomía de pensamiento.
Y con lo anterior llego a mi conclusión acerca de dónde se encuentra el problema: lo que al parecer mis alumnos echaban de menos era que les dijese si sus opiniones resultaban o no válidas (o "estaban bien o mal", recordemos que era la expresión exacta), esto es: que les dijera lo que tenían que pensar. Al parecer, les incomodaba (o quizás ni siquiera llegasen a comprender) que un profesor les animase a pensar por sí mismos, sin juzgar sus ideas, situando su propio punto de vista al mismo nivel de validez que el suyo. Añadamos a esto que ellos mismos también reconocieron ante su tutor, al mismo tiempo que se “quejaban" de lo anterior, que la asignatura les resultaba muy "nueva". Esto lleva a pensar que, quizás y por desgracia, se encontraban ante la primera ocasión en su trayectoria escolar en que no se les decía qué es lo correcto o incorrecto, lo que "está bien o mal" o, en definitiva, qué debían creer, pensar u opinar. Creo que, a partir de aquí, cada cual podrá ya sacar sus propias conclusiones.
Un último apunte: al parecer no es solamente a mi alumnado a quien le incomoda que se le anime a pensar por sí mismo. Si tenemos en cuenta el modo en que las asignaturas de índole filosófica han ido siendo arrinconadas cada vez más en las últimas leyes orgánicas de educación, incluyendo la LOMLOE de próxima implantación, cualquiera diría que existe el objetivo de hacer desaparecer la posibilidad de que alguien anime a los escolares a reflexionar y a desarrollar sus propias ideas de manera fundamentada, o cualquiera diría que el hecho de que los futuros ciudadanos piensen por sí mismos también incomoda a nuestros legisladores.
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