Dos personajes admirados aquí, dos escépticos de pro. Ambos luchadores, cada uno mediante sus respectivas y diferentes herramientas, contra la irracionalidad y la pseudociencia: Carl Sagan y James Randi. No necesitan presentación, al menos para quienes compartan los intereses de este blog. Pero ¿qué nos puede decir el primero de ellos acerca del segundo? La curiosidad que nos suscita semejante opinión la satisfacemos echándole un vistazo a El mundo y sus demonios, la obra de Sagan que constituye una de las referencias fundamentales en cualquier biblioteca escéptica que se precie y a la que algún día, ineludiblemente, tendremos que dedicar un artículo. Allá va, con moraleja final incluida:
Los magos, por otro lado, están en el negocio del engaño. (...) Algunos usan sus conocimientos para poner en evidencia a los charlatanes que hay entre sus filas y fuera de ellas. Un ladrón se dispone a cazar a otro ladrón.
Pocos reaccionan a este desafío con tanta energía como James Randi, «el asombroso», que se describe a sí mismo con precisión como un hombre enfadado. La supervivencia hasta nuestros días del misticismo antediluviano y la superstición no le enoja tanto como la aceptación acrítica de las obras de misticismo y superstición que pueden defraudar, humillar y a veces incluso matar. Como todos nosotros, Randi es imperfecto: a veces es intolerante y condescendiente y no siente ninguna simpatía por las fragilidades humanas que fundamentan la credulidad. Le suelen pagar por sus conferencias y actuaciones, pero nada comparable a lo que recibiría si declarase que sus trucos derivan de poderes psíquicos o divinos, o de influencias extraterrestres (la mayoría de prestidigitadores profesionales de todo el mundo parece creer en la realidad de los fenómenos psíquicos... según los sondeos de sus opiniones). Como prestidigitador, Randi ha trabajado mucho para desenmascarar a videntes remotos, «telépatas» y curanderos que han estafado al público. Hizo una demostración de los sencillos engaños y apreciaciones erróneas mediante los cuales los psíquicos que doblan cucharas (1) habían conseguido que físicos teóricos prominentes reconocieran la existencia de nuevos fenómenos físicos. Ha recibido un amplio reconocimiento entre los científicos y es poseedor de una beca de la Fundación MacArthur (llamada «de genio»). Un crítico le acusó de estar «obsesionado con la realidad». Ojalá pudiera decirse lo mismo de nuestra nación y nuestra especie.
Randi ha hecho más que nadie en épocas recientes para poner al descubierto la simulación y el fraude en el lucrativo negocio de la curación mediante la fe. Examina las pruebas. Comenta los cotilleos. Escucha la corriente de información «milagrosa» que llega al curandero itinerante... no por inspiración divina, sino por radio, a 39'17 megaherzios de frecuencia, transmitida por su esposa entre bastidores (2). Randi descubre que los que se levantan de las sillas de ruedas y, según se afirma, han sido curados, nunca habían estado confinados a sillas de ruedas: un acomodador los invitó a sentarse en ellas. Desafía a los curanderos a proporcionar pruebas médicas serias para dar validez a sus reclamaciones. Invita a las agencias locales y federales del gobierno a aplicar la ley contra el fraude y la mala práctica médica. Critica a los medios de información por su estudiado alejamiento del tema. Revela el desprecio profundo de esos curanderos hacia sus pacientes y parroquianos. (...) Creo que es una suerte que James Randi descorra la cortina. Pero sería tan peligroso confiarle a él el desenmascaramiento de todos los matasanos, farsantes y tonterías del mundo como creer a esos mismos charlatanes. Si no queremos que nos engañen, debemos ocuparnos de ello nosotros mismos.
Notas del autor del blog:
(1) Se hace referencia a Uri Geller, otrora célebre estafador al que Randi se empeñó en perseguir de modo inmisericorde.
(2) El caso de Peter Popoff, que pretendidamente adivinaba información personal de miembros del público (datos personales, las enfermedades que padecían...). Para hacerlo, tal como se explica en el texto, recurría a algo tan escasamente paranormal como la tecnología: su cómplice le transmitía esa información a un pinganillo que ocultaba en su oído. Ella la había conseguido previamente gracias a que, al entrar al espectáculo, a los asistentes se les pedía que rellenaran unas tarjetas con esa misma información. Asombroso que nadie atase cabos... tal sería el deseo de creer de sus seguidores.
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