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miércoles, 1 de enero de 2020

VIDA DIGITAL Y SOCIALIZACIÓN





Cuando hablamos de la construcción cultural del ser humano, inevitablemente hemos de comenzar por tener en cuenta el fenómeno de la socialización, pues es a través del mismo que cada individuo interioriza todos aquellos elementos culturales (valores, conductas, creencias,…) que le van a permitir integrarse y desenvolverse en su marco social. La teorización clásica al respecto de esta cuestión identifica una serie de entidades socializadoras, que son las transmisoras al individuo de la cultura, pero también y al mismo tiempo constituyen los entornos donde ejercer los resultados del proceso socializador, tales como la familia, la escuela, los pares,… más tarde el entorno laboral o incluso los medios de comunicación,… Pero se echa de menos a estas alturas, en los manuales habituales, la mención a otro ámbito de socialización que en nuestro tiempo resulta prácticamente ineludible: el mundo digital de Internet. Hoy por hoy, este es otro “lugar” más en el que hemos de vivir y relacionarnos con nuestros congéneres. Ello significa que también hemos de socializarnos en él y para él, y ello teniendo en cuenta su idiosincrasia. Y, aparentemente, todavía nos encontramos muy lejos de habernos adaptado de manera eficaz a la vida en ese mundo digital, lo cual sin duda se debe a la rapidez con que ha surgido, se ha desarrollado y nos hemos visto inmersos en él. Y esa inadaptación genera múltiples problemas y conflictos: conductas injustificadamente agresivas hacia otros usuarios, casos de incomprensión profunda en los procesos de comunicación, exposición imprudente e innecesaria de información sobre la propia persona, susceptibilidad de ser víctima de engaños, imposturas e incluso fraudes,… La causa de que muchas de tales cosas se produzcan reside precisamente en unas particularidades del medio digital con las que todavía no hemos aprendido a lidiar: la facilidad de anonimato, la posibilidad de despersonalizar al interlocutor, la ausencia de ese elemento esencial para la comunicación que es el lenguaje no verbal, la ignorancia acerca tanto de quienes pueden llegar a acceder a nuestros datos personales como de los posibles usos que puedan hacer de los mismos,… Todos ellos son factores que contribuyen a nuestra falta de habilidad y madurez para desenvolvernos en el entorno digital. Y tiendo a pensar que esa adaptación al mundo virtual, todavía tan insuficiente, pasa, aunque pueda parecer paradójico, por interpretarlo, tratarlo y comportarnos en él como lo haríamos en el mundo real. Por ejemplo, siendo conscientes de que detrás de un nick o un avatar existe una persona real; o siendo conscientes, cuando en Twitter nos lanzamos a insultar a un desconocido por su opinión, de que no se nos ocurriría hacer tal cosa hacia alguien a quien escuchásemos hablar a nuestro lado en el autobús o en una cafetería; o siendo conscientes de que jamás nos pondríamos a repartir por la calle a todo transeunte copias de fotografías de determinados momentos de nuestra vida o de nuestros seres queridos con la ligereza con que las compartimos en Internet,… Considero que un indicio a favor de esta idea lo encontramos en el hecho de que habitualmente son los más jóvenes, erróneamente calificados de “nativos digitales”, quienes menos capacidad muestran para desenvolverse con habilidad en el entorno virtual, quienes más imprudencia e ignorancia exhiben en su presencia y actuaciones en él. Y ello, precisamente, porque a menudo carecen del necesario aprendizaje previo en el mundo real que les beneficiaría trasladar a aquél. Por tanto, hemos de empezar a tener en cuenta que la socialización de todo invividuo ya ha de incluir necesariamente ese “otro mundo” donde se sitúa una porción no poco significativa de nuestra vida.

LEYENDO LA DECLARACIÓN UNIVERSAL DE DERECHOS HUMANOS


Tras la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos el 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de la ONU solicitó que todos los países miembros se aseguraran de que su texto fuera convenientemente publicado y difundido, y entre las recomendaciones que realizó para este fin se encontraba la de que fuera "distribuido, expuesto, leído y comentado en las escuelas". El que suscribe ha asumido personalmente muy a menudo esta tarea encomendada por la ONU, aun siendo perfectamente consciente de que difícilmente mis alumnos captarán en toda su dimensión el significado y trascendencia de esta actividad, pero también con la esperanza de que en sus mentes quede alguna huella, por pequeña que sea, del contenido del que con toda seguridad es el documento más importante del siglo XX.

Como ilustración del tema, incluimos un fragmento cinematográfico. Se trata de la secuencia final de la magnífica película de 1943 Esta tierra es mía, dirigida por Jean Renoir y protagonizada por Charles Laughton, uno de los más grandes intérpretes de la historia del cine (y al parecer también alguien de trato no precisamente fácil, según nos sugiere el famoso comentario de Alfred Hitchcock: "Nunca hagas una película ni con perros, ni con niños, ni con Charles Laughton"). En ella, el maestro encarnado por Laughton, que se sabe a punto de ser apresado por los nazis en la Francia ocupada de la II Guerra Mundial, elige como gesto de despedida de su trabajo, de su libertad y posiblemente también de su vida la lectura ante sus alumnos de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, claro antecedente e inspiración de la Declaración Universal de Derechos Humanos que sería redactada algunos años después de la fecha de producción de la película. El hecho de que la elaboración de esta última estuviera motivada en buena medida por el deseo de evitar que se repitiesen atrocidades como las sucedidas durante la II Guerra Mundial, otorga a este fragmento un significativo carácter anticipatorio, teniendo en cuenta que los autores de la película no podían prever el susodicho acontecimiento que se iba a producir un tiempo después. A mi parecer, se trata de uno de los momentos más emotivos de la historia del cine, aunque también es cierto que gran parte de esa emotividad no se percibe si no se ha visto el resto de la película (conclusión: hay que verla).





DESCARTES O LA AFIRMACIÓN INDUDABLE



La historia del pensamiento se encuentra plagada de frases que han devenido célebres hasta el punto de llegar a convertirse en auténticos tópicos. El problema es que en muchos casos tales frases son repetidas desde un desconocimiento de su auténtico sentido o, lo que es peor, atribuyéndoseles un significado que no es el que verdadera y originalmente les corresponde (peor que ignorar algo es no ser consciente de que algo se ignora). Uno de esos casos es el de la famosa fórmula cartesiana del "cogito". Vamos a comenzar rastreando su origen. 

La susodicha sentencia, habitualmente citada como "cogito ergo sum", fue expresada por vez primera vez por el filósofo francés René Descartes (1596-1650) en  su obra Discurso del método para dirigir bien la razón y hallar la verdad en las ciencias, que fue la que le dió a conocer en los círculos doctos de su época. Esta obra posee una serie de curiosas peculiaridades. En primer lugar, no fue concebida en realidad como un texto autónomo, sino como la introducción a una serie de tratados científicos sobre distintas áreas. Así apareció en su publicación original, en un volumen que recogía el Discurso como tal introducción y los restantes ensayos mencionados. El papel adjudicado por Descartes al Discurso del método (versión abreviada del título original con la que ha pasado a conocerse este texto), y así se refleja en su título completo, era el de exponer la metodología pretendidamente utilizada para el logro de los conocimientos que se expondrían en los textos científicos a los cuales prologaba y que no era sino el método para un uso correcto de la razón que permitiese el descubrimiento de la verdad sobre las cosas. Otra de las peculiaridades de este texto sería el de estar escrito en la lengua materna del autor. Tal cosa nos puede resultar muy natural hoy en día, pero ni mucho menos lo era entonces. En el siglo XVII, el latín constituía la lengua oficial del mundo académico y culto en general. Filósofos y científicos se expresaban y comunicaban entre sí en esa lengua, y resultaba extremadamente raro encontrar una excepción a esta regla. Pero si Descartes decidió no escribirlo en latín, lengua que dominaba perfectamente como cualquier individuo de su tiempo con una formación como la que él poseía, fue precisamente porque su intención era que su libro llegara más allá de los círculos eruditos. Podríamos decir, en términos actuales, que Descartes pretendió escribir una obra de divulgación, que lo era, independientemente del carácter de su contenido, por el mero hecho de estar escrita en un idioma que permitía que cualquiera pudiese acceder a ella.

Por esto, la expresión original de la famosa frase que nos ocupa sería, en realidad, "je pense, doncs je suis". No se formularía en latín hasta unos cuantos años después, en Principios de filosofía, donde dice "ergo cogito, ergo sum". La traducción habitual es "pienso, luego existo", literal y perfectamente correcta. Sin embargo, quizás otra manera de expresarlo nos acercaría mejor al auténtico significado de la sentencia. Supongamos que fuese de la siguiente manera: "poseo una conciencia, por lo tanto soy". El verbo "pensar" (o "penser", o "cogitare") puede sugerirnos algún tipo de acto concreto del pensar del cual podríamos convertirlo en sinónimo, como razonar, reflexionar o imaginar, por ejemplo (como en "¿qué estás pensando?"). Sin embargo, la intención de Descartes con ese "pensar" no era sino la de expresar el mero hecho genérico de poseer contenidos mentales, de tener conocimiento. Pero ahora, de nuevo, no malentendamos también ese "tener conocimiento", que no haría referencia a ningún contenido de conocimiento concreto (como en "tengo conocimientos de matemáticas") sino al significado que tendría en una expresión como "ha perdido el conocimiento" (alguien que se ha desmayado, por ejemplo). Y "perder el conocimiento", en este sentido, también lo podemos expresar como "perder la conciencia", "estar inconsciente". Por lo tanto, el "pensar" cartesiano no es sino el tener conciencia, el ser o estar consciente. Lo que nos dice Descartes es que tal hecho ("pienso", "cogito") me lleva a concluir necesariamente ("luego", "ergo") que tengo existencia, que soy ("existo", "sum"). No podemos comprender plenamente el significado de la frase sin tener en cuenta por qué la propone Descartes.

El filósofo se había propuesto el objetivo de descubrir aquellos conocimientos que no permitiesen ni la más mínima duda sobre su verdad. Para ello, la primera tarea consistiría en poner a prueba los conocimientos ya asumidos como verdaderos para comprobar si cumplirían tal condición. Y lo que afirma Descartes es que no. Mediante una serie de hipótesis que aquí no vamos a detallar, llega a la conclusión de que nada de lo que damos por verdadero es realmente indudable (lo que se conoce como "duda metódica"). Que todo o algo de ello podría ser verdad, sí, pero que también tenemos razones para pensar que podría no serlo. Ahora bien, si Descartes se hubiera quedado en este punto (no podemos afirmar nada como verdadero) hubiera caído en algo que él rechazaba enérgicamente y diríamos que incluso con repugnancia: un escepticismo al estilo de Montaigne. Y rechazaba semejante postura porque su confianza en las posibilidades de la razón le otorgaban el convencimiento de que el ser humano sí es capaz de conocer la verdad de las cosas. En consecuencia, Descartes se plantea la necesidad de encontrar al menos una verdad absoluta, algo acerca de lo que no pueda caber la más mínima duda. Si lo consigue, considera, podrá, a partir de esa "primera verdad", remontarse mediante un procedimiento deductivo hacia otras verdades también indudables, librándose así del tan temido escepticismo. Y esa verdad inicial que habrá de ejercer de base, de punto de apoyo, la encuentra en la afirmación que nos ocupa. ¿De qué manera?

Supongamos, como hiciera Descartes, que todo lo que nos rodea, todo lo que aceptamos como real, no sea más que una ilusión, hasta el punto de que en realidad nada exista. Ahora bien, ¿es eso posible?, ¿que no exista nada? Nos dice Descartes que hay al menos una cosa que, indudablemente y sin posibilidad de refutación ninguna, existe; hay algo cuya realidad podemos afirmar sin el más mínimo temor de estar equivocándonos. Hagamos un ejercicio de imaginación. Supongamos, decíamos antes, que nada existe, nada de lo que estás observando a tu alrededor, que todo es una especie de alucinación. Desaparece todo objeto físico, te encuentras flotando en un absoluto vacío. Pero, atención, hemos dicho todo objeto físico, y tu cuerpo lo es. Es decir, lo que se encuentra flotando en ese vacío absoluto no eres tú en cuerpo y mente, sino solamente en mente, una mera conciencia. Intentemos ir aún más allá, intentemos suponer que tampoco existe esa conciencia. ¿Podemos? No, es imposible (aunque sí podríamos suponer que no existe ninguna otra conciencia). Que no existiese nada significaría que tampoco existe mi conciencia, pero podemos comprobar fácilmente y, lo que aquí resulta lo esencial, de manera innegable, que, aun en la posibilidad de que no existiese nada más, al menos existe mi conciencia; un "yo", en definitiva. Terminaremos de comprender esta idea si pensamos en cuándo, efectivamente, no existe nada para mí, cuando no sólo desaparece el mundo sino también mi conciencia. Es fácil imaginarlo porque nos sucede constantemente: ni más ni menos que cada vez que dormimos. Para cualquiera de nosotros, por lo tanto, se produce cada cierto tiempo la experiencia (o, mejor, deberíamos decir la no-experiencia) de la desaparición de nuestro yo. Recuerda esa noche en que te acostaste en tu cama (o donde gustes acostarte) siendo consciente de lo que te rodeaba, del tacto de las sábanas, de algún sonido que llega del exterior, de tu propia respiración, del peso de tu cuerpo, de algún recuerdo que llega a tu mente sobre lo sucedido a lo largo de día... En lo que aparenta ser un instante después abres los ojos, y sin embargo han transcurrido ocho horas. En ese momento sabes que lo que ha sucedido mientras tanto ha sido un sueño profundo, pero no se puede decir que lo supieras durante el periodo en que te encontrabas en ese estado. Durante ese tiempo ha desaparecido completamente el mundo en su integridad, incluso la percepción del tiempo y, lo que más nos interesa de este experimento mental, también has desaparecido tú para ti mismo. Durante ese tiempo, no has sido consciente ni siquiera de tu propia existencia (de ninguna manera podrías haberte dicho "sigo existiendo en estos momentos"). Bien, pues si no existiese, efectivamente, nada, así serían las cosas de manera permanente, pero podemos afirmar como algo innegable que no es así. Yo percibo mi propia existencia en cuanto conciencia, me percibo como algo que está ahí, como algo que es, incluso aunque pueda ser capaz de suponer que no existe ninguna otra cosa (ni siquiera mi yo físico). Soy totalmente incapaz de suponer que mi propia conciencia no existe. Yo percibo inevitablemente mi conciencia ("pienso", "cogito"), de lo cual no tengo más remedio que concluir que al menos tal cosa, si no ninguna otra, existe fuera de toda posibilidad de duda. 

A nuestro parecer, en lo anterior se encuentra el gran logro de Descartes: la formulación de una idea cuya certeza no podemos negar por mucho que queramos llevar hasta el límite nuestro escepticismo. Una afirmación factual imposible de poner en duda. Quizás la única.