En su primera obra publicada, Discurso del método, Descartes ya presentaría un compendio de lo más esencial de su filosofía, dado que no se decidió a mostrar esta hasta el momento en que la consideró suficientemente madura. De hecho, en ninguna de sus obras posteriores exhibe una evolución con respecto a las ideas presentadas en el Discurso, de modo que lo que encontramos en ellas es más bien una profundización o incluso, en ocasiones, una mera reiteración de las mismas. Además, el Discurso fue redactado con la plena y consciente pretensión de que resultase un texto al alcance del gran público y no solo restringido a los especialistas académicos; lo que hoy llamaríamos un libro de “divulgación”. Hasta qué punto era la intención del autor que su obra resultase accesible a cualquiera lo muestra el hecho de que la publicase inicialmente en su vernáculo francés y no, como hubiera sido previsible, en latín, lengua culta del momento y que el aplicado alumno de los jesuitas que había sido Descartes conocía perfectamente. Posteriormente a esta edición inicial en lengua vulgar, aparecería otra versión comme il faut, es decir, en latín. Por tanto, antes que a los doctos, Descartes quiso dirigirse al común. Y para ello no se limitó a elegir la lengua en que expresarse, sino que también intentó emplear un tono lo más didáctico posible, lejos de un estilo expositivo abstruso e incluso obviando, por su carácter más “duro”, una parte tan esencial de su sistema como es la referida a los argumentos a favor de la existencia de Dios, de los que solo recoge su idea principal en apenas una decena de líneas.
Entre su correspondencia con el jesuita Antoine Vatier figura una carta de 1638 (un año después de la publicación del Discurso) en que Descartes, hablando de su obra, desea dejar patentes las intenciones arriba expuestas. Y no encuentra mejor manera de hacerlo que describiendo su texto como “un libro en el que he querido que incluso las mujeres pudieran entender algo”.
Optemos por otorgar al filósofo el beneficio de la duda. Pensemos que no dice tal cosa simplemente como una manera de expresar hasta qué punto había intentado que su texto resultase accesible, sino que realmente deseaba que las mujeres de la época pudiesen trabar conocimiento de su filosofía, cosa sin duda loable para aquel momento. Así, al menos, podemos atribuir a Descartes la mejor de las intenciones, aunque, desde luego, no conseguimos de ninguna manera olvidarnos del tono paternalista y despectivo de sus palabras, el cual permanece incólume por muy benevolente que intente ser nuestra interpretación de las mismas.
Curiosamente, uno de los pioneros del pensamiento feminista sería un cartesiano, Poulain de la Barre, quien publicaría, apenas un par de décadas tras la muerte de Descartes, obras como De la igualdad de los dos sexos o De la educación de las damas.
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