Recojo aquí algunos textos de autoría propia cuya lectura ofrezco a mis alumnos con el fin de intentar aproximarles a la comprensión de qué sea la filosofía.
¿Todo
el mundo es filósofo?: filosofía espontánea frente a filosofía
como disciplina
A
menudo se ha afirmado que todos somos filósofos. En más de una
ocasión habremos escuchado, en la vida cotidiana, expresiones como
“mi filosofía es” o “tener una filosofía”. En efecto,
podríamos decir que todo el mundo tiene una filosofía, en el
sentido de que todo el mundo posee una serie de ideas acerca de cómo
es o debería ser (porque se trata de cosas muy diferentes) el mundo.
A esa filosofía la vamos a llamar a partir de ahora “filosofía
espontánea”, distinguiéndola de la que llamaremos “filosofía
como disciplina”, que es la que hacen los filósofos
especializados, académicos o profesionales y que en su momento
explicaremos en qué consiste.
Todo
el mundo tiene determinadas ideas acerca de cosas como, por ejemplo
(y entre muchas otras):
-Qué
significa que algo se pueda considerar verdadero.
-Cuándo
una acción es justa o injusta.
-Cómo
debemos comportarnos con los demás.
-Si
el mundo que percibo a mi alrededor es o no realmente como lo
percibo.
-Si
el ser humano es más importante o no que otros seres vivos.
-Cómo
he de vivir para conseguir ser lo más feliz posible.
Aunque
existen otras cuestiones más técnicas o especializadas de las que
se ocupa la filosofía como disciplina pero no suelen formar parte de
la filosofía espontánea, las que hemos enumerado y también otras
muchas, como ya hemos dicho, siempre se encuentran presentes en la
filosofía espontánea de cualquier persona, es decir, que todo el
mundo tiene alguna opinión acerca de ellas. Y eso es así por la
sencilla razón de que, para desarrollar nuestra existencia, para
movernos en el mundo, para tomar nuestras decisiones, necesitamos
tener opiniones sobre esas cosas, queramos o no. Por lo tanto,
podemos decir que la filosofía espontánea es algo inevitable.
Ahora
bien, vamos a detenernos un momento en la cuestión de cómo son esas
opiniones, cómo se han formado y en qué se fundamentan, porque va a
ser esto precisamente lo que nos permitirá diferenciar la filosofía
espontánea de la filosofía como disciplina. Con ello, entenderemos
mejor en qué consiste cada una de ellas.
Las
ideas de una filosofía espontánea (la de cualquier persona) se han
ido formando poco a poco en el individuo desde el momento en que
adquiere uso de razón y conforme van madurando su personalidad y su
vida mental. Su origen se encuentra en lo que el individuo ha visto o
escuchado a su alrededor: tradiciones ideológicas o religiosas,
ideas extendidas y establecidas en su sociedad (o, todo lo contrario,
ideas de subculturas que se pretenden alternativas a lo socialmente
mayoritario), sus experiencias personales, el sentido común,… En
cualquier caso, se trata de una serie de ideas que el individuo ha
ido absorbiendo en los distintos entornos en que se ha socializado:
la familia, la escuela, los grupos de pares, los medios de
comunicación,…
Lo
que nos interesa destacar es que esas ideas, las que forman la
filosofía espontánea, han sido adquiridas por el individuo de forma
pasiva y a menudo inconsciente. Es decir, no se trata de ideas que el
individuo posea porque sean el resultado de una reflexión propia,
sino que son cosas en que el individuo cree porque “siempre ha sido
así”, “es lo que dice o piensa todo el mundo”, “así me lo
enseñaron”, etc. Ello hace que la filosofía espontánea sea, muy
a menudo, un conjunto de prejuicios, ideas incoherentes y
contradictorias entre sí e ideas sin ningún fundamento sólido.
Pues
bien, la filosofía como disciplina (es decir, la que hacen aquellos
a quienes se suele llamar más propiamente “filósofos”) se
dedica a intentar evitar lo anterior. Es decir, el filósofo se ocupa
de desarrollar ideas acerca de cómo es (o debería ser) el mundo,
igual que en la filosofía espontánea, pero en su caso de forma
consciente y premeditada: no aceptando esas ideas simplemente porque
las sostengan otras personas, o vengan de una tradición, o de la
costumbre, etc., sino reflexionándolas por sí mismo, buscándoles
un fundamento válido, intentando detectar en ellas y eliminar
posibles incoherencias o prejuicios,…
Podríamos
decir que la persona corriente apenas es consciente de que posee las
ideas que forman parte de su filosofía espontánea, ni mucho menos
de cuál es su origen, ni se detiene a plantearse si esas ideas son
más o menos correctas, ni sabría decir por qué razón tiene esas
ideas y no otras; es más, habitualmente ni siquiera le importa nada
de ello. Por el contrario, el filósofo académico es alguien que sí
es consciente de que posee esas ideas, de cuáles son y de a qué
cuestiones responden, y le preocupa que tales ideas sean lo más
correctas posible y que se encuentren fundamentadas en buenas
razones. Ello le lleva a realizar una intencionada labor de
reflexión. Digamos que el filósofo se plantea lo siguiente: ya que
es inevitable que yo tenga una filosofía, como le sucede a cualquier
persona, voy a intentar que sea una buena filosofía.
¿Utilidad
o inutilidad de la filosofía?
Habitualmente,
la primera pregunta que le viene a la mente a quien se enfrenta a la
filosofía desde el desconocimiento es "¿para qué sirve la
filosofía?" o incluso "¿la filosofía sirve para algo?".
Se trata de preguntas perfectamente legitimas, puesto que, como
dijimos, la misma filosofía considera que nada debe estar libre de
cuestionamiento, ni siquiera ella misma. Y, de hecho, no son pocos
los filósofos que se han formulado estas mismas preguntas y han
intentado darles una respuesta.
Sin
embargo, no es aceptable cuando esa persona ya de entrada posee la
convicción de que la filosofía no sirve para nada (lo cual es algo
muy habitual), y ello no como conclusión de una reflexión (porque,
como hemos aclarado, la persona en cuestión desconoce en qué
consiste realmente la filosofía) sino como resultado de un
prejuicio.
Esas
mismas reacciones antes descritas que se pueden dar ante la filosofía
como disciplina se dan también a menudo ante la filosofía como
asignatura escolar. La mayoría de los alumnos que se encuentran por
primera vez con esta asignatura, o bien se plantean las preguntas
sobre para qué sirve o si sirve para algo estudiarla, o bien
consideran desde el primer momento que estudiarla no les va a servir
para nada.
Para
dar una respuesta a lo anterior, lo primero que hemos de hacer es
aclarar qué se quiere decir con ese "servir para". En la
mayoría de los casos, se está pensando en una utilidad práctica,
algo que puede dar resultados palpables, como es la utilidad de los
saberes de tipo técnico (como en el caso de la medicina que sirve
para curar, de la ingeniería que sirve para diseñar aviones o de la
agricultura que sirve para procurarnos productos vegetales). Sin
embargo, cabe preguntarse si realmente sólo hemos de entender como
útil lo que ofrece este tipo de utilidad. Porque si respondiéramos
que sí, habríamos de concluir que tampoco "sirven para nada"
cosas como amar a otra persona o disfrutar de algo que nos gusta
(escuchar una canción, por ejemplo). Lo que queremos decir es que no
hemos de pensar que la única manera de "servir para algo"
es esa utilidad de tipo práctico que lleva a un beneficio ulterior,
sino que hay cosas cuya utilidad no reside en conseguir otra cosa con
ellas sino en sí mismas, en el mero hecho de practicarlas (es más,
muy a menudo son precisamente esas cosas que "no sirven para
nada" las que tienen más valor para nosotros, las más
importantes, las que más llenan nuestra existencia). Este es el caso
de la filosofía.
Dicho
lo anterior, hemos de recordar que la filosofía no es sino el
resultado de un deseo de conocimiento que se encuentra naturalmente
arraigado en el ser humano. Y así tendríamos cuál es la utilidad
original y primaria de la filosofía: satisfacer tal deseo. Para eso,
al menos, serviría la filosofía, incluso aunque encontráramos que
no sirve para ninguna otra cosa. Y ello no es poco, pues en cuanto al
valor que pueda poseer la filosofía entendida como algo con el tipo
de "utilidad" que hemos descrito, hemos de darnos cuenta de
que, al menos para la mayoría de las personas, las cosas más
importantes en nuestra existencia no son precisamente aquellas que
poseen una utilidad práctica posterior, sino, al contrario,
precisamente las que no la tienen y que, en consecuencia, poseen
valor por sí mismas y no porque nos sirvan para otra cosa (repetimos
nuestros anteriores ejemplos: amar a una persona, disfrutar
escuchando una canción,...).
Debido
a lo anterior, combinado con ese carácter de saber inacabado que
constituye otro de los rasgos definitorios de la filosofía, a menudo
se ha considerado que el sentido más importante de ésta no es el de
conjunto de conocimientos (como sí ocurre en el caso de otras
disciplinas) sino más bien su sentido de actitud: una capacidad de
asombro ante las cosas que impulsa a preguntarse sobre ellas y al
deseo de saber. Y por esto también se ha dicho en ocasiones que lo
importante en la filosofía no son en realidad las respuestas, que
nunca son definitivas e incuestionables, sino el mismo hecho de
hacerse preguntas y el esfuerzo por responderlas, proceso en el cual
nos enriquecemos personalmente, aunque nunca acabemos de hallar las
respuestas que buscamos. Por eso es por lo que, al hablar del
carácter de la filosofía como saber "inacabado", podemos
afirmar que esa ausencia de conocimientos definitivos que presenta la
filosofía no es un defecto sino una virtud.
El
filósofo y el niño
A
menudo se ha presentado una comparación entre el filósofo y el
niño. ¿En qué sentido? Como sabemos, el punto de partida de la
reflexión filosófica es la curiosidad, el deseo de saber por el
mero saber. Pues bien, la diferencia entre el filósofo y la persona
corriente es que el primero mantiene viva esa curiosidad, mientras
que en la segunda ha quedado en cierto modo mitigada o anulada. Por
eso el filósofo se siente impulsado a la reflexión mientras que el
individuo común se limita a sostener su filosofía espontánea de
manera irreflexiva y prácticamente inconsciente.
Si
nos paramos a pensarlo, todos hemos poseído la curiosidad del
filósofo en cierto periodo de nuestra vida: en la infancia. Al ser
el niño alguien que acaba de llegar al mundo, todo lo que tiene a su
alrededor le resulta nuevo, al mismo tiempo que todavía no tiene
unas ideas formadas sobre las cosas. Por ello, todo le “asombra”
(como decía Aristóteles), es decir, todo le intriga, a la vez que
se da cuenta de que no posee las respuestas para las preguntas que le
surgen. De ahí que el niño sea un ser permanentemente curioso, que
siempre se encuentra investigando su entorno y preguntando a los
adultos por todas las cosas.
Sin
embargo, parece suceder que la mayoría de las personas, conforme van
madurando, acaban acostumbrándose al mundo, es decir, perdiendo su
capacidad de asombro. Y, al mismo tiempo, van absorbiendo esas ideas
que acabarán formando parte de su filosofía espontánea, lo cual
les hace creer que ya poseen las respuestas sobre las diversas
preguntas que se pudieran plantear. Sin embargo, se trata de
respuestas muy defectuosas; ya hemos explicado antes por qué: suelen
ser resultado de la costumbre, del prejuicio, plagadas de
incoherencias, sin fundamentos claros (para comprobarlo, basta con
pedirle a alguien que explique hasta las últimas razones por qué
sostiene una determinada opinión). Esto tiene un efecto secundario,
y es el de que la mayoría de las personas creen que saben más de lo
que saben, en tanto que no son conscientes de su auténtica
ignorancia sobre las cosas. Eso, en primer lugar, suele generar una
actitud totalmente injustificada de seguridad e incluso de soberbia
(lo que se da en llamar “osadía del ignorante”) opuesta a la
humildad de quien se reconoce ignorante. Y, en segundo lugar, tiene
como consecuencia que ese individuo jamás se va a molestar en
reflexionar sobre las cosas, ya que alguien que está convencido de
que ya posee algo (en este caso, una respuesta o explicación) no se
va a sentir movido a buscar ese algo. Por eso, el filósofo Sócrates
consideraba que la primera y necesaria condición para buscar la
sabiduría es ser consciente de la propia ignorancia (de ahí su
célebre afirmación “sólo sé que no sé nada”). Quien no se
sabe ignorante, quien cree que ya lo sabe todo, jamás llegará en
realidad a saber nada de verdad, porque ni siquiera se va a molestar
en intentarlo. Eso es lo que le sucede a la mayor parte de la gente.
Y eso es, sin embargo, lo que no le sucede al filósofo.
El
filósofo sería una persona que sigue sintiendo asombro ante las
cosas, que conserva su curiosidad natural (por ello, la comparación
del filósofo con el niño se ha propuesto en más de una ocasión),
al mismo tiempo que es consciente de su ignorancia, es decir, de que
no posee respuestas absolutamente seguras y definitivas ante las
preguntas que se pueda hacer. Por eso decía Descartes: “Vivir sin
filosofar es como tener los ojos cerrados sin tratar de abrirlos
jamás”.
Ahora
bien, sería fácil objetar a lo que hemos afirmado que no es verdad
que la mayor parte de la gente no sienta curiosidad. Todo el mundo
tiene curiosidad por algo: quién va a ganar la Liga de fútbol, si
ese actor que me gusta tiene novia, cuándo va a salir la nueva
versión de mi videojuego favorito o en qué voy a trabajar en el
futuro, entre tantas otras cosas. Lo que podemos responder es que la
curiosidad por ese tipo de cuestiones es muy limitada, muy pobre. La
curiosidad del filósofo no se restringe a cosas tan inmediatas sino
que va siempre más allá (como la del niño), planteándose toda
posible pregunta que sea capaz de plantearse un ser humano, preguntas
que intentan no quedarse en la superficie de las cosas sino ir a su
fondo (de ahí que las cuestiones filosóficas suelan considerarse
“profundas”).
Existe
otra diferencia entre el filósofo y la persona que no lo es. En
ocasiones, las razones de que algunas personas no se sientan
impulsadas a la reflexión filosófica no son (o no son solamente)
las que hemos mencionado anteriormente. Pueden existir momentos en la
vida de cualquier persona en que se detenga a plantearse determinadas
preguntas de tipo filosófico y se dé cuenta de que no posee las
respuestas apropiadas a las mismas. Sin embargo, lo más habitual
será que enseguida deje de lado esa inquietud. Y ello por motivos
tales como la pereza, la comodidad o incluso el miedo. Pensar por uno
mismo supone un esfuerzo. Es más fácil y más cómodo aceptar sin
más las ideas que nos llegan de nuestro entorno. Por otra parte,
hace falta cierta valentía para arriesgarse a descubrir que ciertas
ideas que creíamos seguras quizás no lo sean tanto, sobre todo
cuando se refieren a cosas que pueden ser fundamentales para nuestra
manera de entender el mundo y la vida. Pues bien, el filósofo no
tiene ningún reparo en realizar el esfuerzo de la reflexión ni
ningún miedo ante las conclusiones a que pueda llegar. Por ello
decía Nietzsche: “La valentía es un atributo tan natural del
pensamiento como el pensamiento es un atributo natural de la
libertad”. O Kant: “Atrévete a saber”.
Quizás
teniendo en cuenta lo anterior podamos entender por qué la mayoría
de las personas, cuando oyen la palabra “filosofía”, la asocian
con algo “difícil”, “aburrido” o propio de personas “raras”.
Se considera “difícil” porque, efectivamente, requiere de un
esfuerzo que no todo el mundo está dispuesto a hacer. Se considera
“aburrido” porque no forma parte de lo que nos interesa
habitualmente, y no forma parte de lo que nos interesa habitualmente
porque, por mera comodidad, tendemos a centrar nuestro interés en lo
que nos supone menos esfuerzo y una satisfacción más inmediata,
fácil y rápida. Y se considera propio de personas “raras”
porque, en realidad, lo es, si entendemos lo “raro” como lo menos
habitual. Es decir: es verdad, por desgracia, que la mayoría de las
personas no poseen una actitud filosófica; por lo tanto, quienes sí
la poseen son raros, o sea, una minoría.
Pensar
por uno mismo
Las
ideas que la mayor parte de las personas tienen sobre las cosas (esas
que forman lo que venimos llamando “filosofía espontánea”) no
son resultado de una actividad de reflexión personal, no son
respuestas que el individuo haya pensado por sí mismo, sino que
proceden de la tradición, de los prejuicios, de las ideas que
transmiten los medios de comunicación o del poder político y
social. Podríamos decir que muchas personas, en lugar de pensar por
sí mismas, dejan que sean otros quienes piensen por ellas. Y cuando
alguien permite que eso suceda, el resultado es que se convierte en
una persona manipulada, sin libertad, pues el permitir que sean otros
quienes le digan qué tiene que pensar significa, ni más ni menos,
permitir que sean otros quienes le digan cómo tiene que vivir, qué
tiene que desear, a quién debe odiar o temer,...
Aquí
podemos hacer otra comparación con los niños pequeños, aunque en
este caso negativa, porque quien se encuentra en esa situación que
hemos descrito sería como el niño que se deja llevar por sus padres
dejando que sean ellos quienes le digan qué está bien y qué está
mal, cómo ha de comportarse, etc. El problema es que, aunque eso
está justificado en el caso del niño, porque aún no ha
desarrollado la capacidad de razonar, de pensar por sí mismo, no
debería ser así en un adulto. Por eso, Kant, otro gran filósofo de
la historia, esta vez del siglo XVIII, hablaba de "sacar al ser
humano de su minoría de edad". Aquí utilizaba una metáfora:
quería decir que el ser humano que no piensa por sí mismo es como
un menor de edad, alguien que no es libre y autónomo sino que
depende de los adultos que, en esta metáfora, serían una
representación de quienes tienen el poder en la sociedad. Kant fue
uno de los principales representantes de un movimiento intelectual y
social de su época llamado "Ilustración" o "Iluminismo",
porque lo que buscaban sus partidarios era precisamente que las
personas saliesen de la oscuridad de su ignorancia (se "iluminasen",
se "ilustrasen"), usando su razón (la "luz" de
la razón), pensando por sí mismos. Por ello, Kant convirtió en
lema las palabras sapere aude ("atrévete a saber"). ¿Por
qué pensar puede ser una cosa que suponga un atrevimiento? Porque no
pensar por uno mismo (que es lo mismo que dejar que sean otros
quienes piensen por uno) es lo más fácil, lo más cómodo. Pensar
es difícil, supone un esfuerzo. Pero no pensar por uno mismo sería
también, desde cierto punto de vista, lo más cobarde, lo más
irresponsable. Porque (siguiendo con la metáfora de Kant) es como
cuando nos convertimos en adultos: al no depender de otros ganamos en
libertad, pero eso supone al mismo tiempo ser responsable de uno
mismo y tener la valentía de dirigir la propia vida.