Con la aparición del actual humán (adoptamos el término de nuestro querido Jesús Mosterín), hace unos 300.000 años, arrancó un proceso de diversificación que acabó dando lugar a la coexistencia sobre el planeta de miles de diferentes culturas. Sin embargo, esa riqueza comenzó a perderse con la expansión, a partir de la época de las grandes colonizaciones (desde el siglo XV), del hombre europeo (y ahora sí utilizamos "hombre" en el sentido de "varón", ¿o quién protagonizo, si no, semejante "gesta"?), que llevó consigo por doquier su aparente incapacidad para respetar y admitir al diferente. Convencido de la superioridad de su cultura, el occidental moderno, desde hace siglos, ha estado "haciendo el favor" a otros pueblos de trasladársela. En los casos en que los "salvajes" no admitían las "bondades" de esa cultura, no dudaba en imponérsela por la fuerza (como el padre que obliga a su hijo a hacer cosas que éste no desea porque no sabe lo que realmente le conviene). E incluso, en muchas ocasiones, recurriendo a la eliminación física de los miembros de las otras culturas. Ese fenómeno se ha venido produciendo hasta el día de hoy.
Ahora bien, habría que preguntarse en qué medida puede ser considerada, no ya superior, sino incluso válida desde el punto de vista adaptativo, una cultura que, habiendo sustituido la necesidad natural de subsistencia por la ambición de crecimiento ilimitado, ha acabado convirtiendo en parte de su esencia la destrucción aparentemente imparable de los mismos recursos que han de permitir esa subsistencia. Toda cultura surge como un mecanismo de adaptación al medio que posibilita la supervivencia de la especie. La cultura occidental moderna no cumple esta condición: no conlleva la adaptación del humán al medio, sino la adaptación (violenta) del medio al humán, con lo cual no la supervivencia sino la extinción sería la meta que le corresponde. Una cultura suicida, una cultura fracasada...
Y, teniendo en cuenta que esa cultura es la que se ha extendido de manera mayoritaria a lo largo y ancho del planeta, la que ha subsumido en buena medida a la humanidad, el suicidio, la extinción, no lo serían sino de la propia humanidad en su conjunto. Como dijimos al comienzo, nuestra especie sólo tiene unos 300.000 años de edad, un periodo muy breve en la escala geológica. Se puede decir, con toda justicia, que somos unos recién llegados sobre el planeta (no hemos de olvidar que, por ejemplo, los dinosaurios reinaron en la Tierra durante 135 millones de años). Somos, por lo tanto, una especie demasiado joven como para que ya se pueda afirmar que el "experimento" evolutivo Homo sapiens ha triunfado; más bien se podría decir que aún estamos "a prueba". Y, en las condiciones actuales, nada indica que pudiéramos superar esa prueba. Quizás nuestra especie no sea sino uno más de los tanteos fracasados del desarrollo global de la evolución biológica, destinado a desaparecer como tantos otros desde el surgimiento de la vida sobre el planeta.
Frente a la cultura occidental moderna, las culturas aborígenes de los distintos continentes, aquellas que sí cumplen con los requisitos de lo que ha de ser una cultura, se han visto progresivamente desplazadas e incluso eliminadas. De algunas de ellas quedan tan sólo unas decenas de representantes. Estas variedades culturales son las que mejor podían permitir la pervivencia de nuestra especie a largo plazo, pues son las que permiten la integración del humán en el medio de manera adecuada, respetándolo y no explotándolo, buscando la simbiosis y no el dominio para el beneficio unilateral. Paradójicamente, son estas culturas de y para la supervivencia las que han sido aplastadas por la cultura suicida, como si ésta hubiera querido asegurarse de que había de quedar garantizada la consecución de nuestra autodestrucción.
Esto no pretende ser, desde luego, una reivindicación del mito del buen salvaje, pero sí un reconocimiento del fracaso, como mecanismo adaptativo, de un patrón de desarrollo cultural que, junto a indudables aportes positivos (la ciencia, el arte, la filosofía,...), ha traído consigo los factores que tarde o temprano acabarán con nuestra especie. Ello a menos que cambien muchas cosas, tantas y en tal magnitud que inevitablemente hemos de sentirnos pesimistas al respecto.
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