Cada país, cada sociedad, cada cultura posee unas costumbres, unas formas de pensar, una manera de ver el mundo diferentes. Los individuos que nacen en esa cultura asimilan tales elementos de manera tan profunda que acaban formando parte de su manera de ser personal. Puedes estar seguro de que tú mismo serías completamente diferente de haber venido al mundo en otra sociedad o en otra época. Ahora bien, no sólo asimilamos todo lo que nos transmite nuestra cultura, sino que además ello forma parte de nosotros de tal manera que nos parece lo “normal”, lo “natural”, lo que “debe ser”, mientras que las costumbres e ideas de otras culturas nos parecen extrañas y a veces incluso incorrectas, y más cuanto más diferentes sean de las nuestras. Es como si en el momento de nacer te pusieran unas gafas con los cristales de color azul que ya no pudieras quitarte durante el resto de tu vida. No sólo verías el mundo de color azul, sino que estarías convencido de que el mundo ES azul (recuerda: nunca lo has podido ver de otra manera). Si viniera otra persona y te dijera que el mundo es rojo, ¿qué pensarías? Sin embargo, esa persona ve el mundo rojo únicamente porque de ese color son los cristales de sus gafas; exactamente igual que te ocurre a ti. Si hubieras nacido en su cultura, tú serías el que llevaría las gafas rojas, y pensarías que el que está convencido de que el mundo es azul está equivocado.
Este fenómeno es lo que se da en llamar etnocentrismo, según el cual no podemos evitar adoptar los criterios de nuestra propia cultura como baremo para juzgar las restantes. Obviamente, tal cosa no está justificada, dado que no existe ningún motivo para considerar una cultura en particular como punto de referencia absoluto para todas las demás. El resultado es que, mientras lo culturalmente propio resulta lo “normal”, lo culturalmente ajeno nos parece, en el mejor de los casos, al menos “raro o “extravagante” y, en el peor, “equivocado”, “absurdo”, “repugnante”, “censurable” o “inferior”. Difícilmente podemos eludir la mirada etnocentrista, pues para ello tendríamos que despojarnos de todo lo que hemos asimilado en nuestra propia cultura o, dicho de otra manera, tendríamos que dejar de ser nosotros mismos. Sin embargo, sí es importante ser al menos conscientes de este fenómeno condicionante, para que ello nos lleve a ser conscientes, a su vez, de que no existe ningún motivo objetivo para considerar lo nuestro como lo normal, lo correcto ni mucho menos lo superior.
Precisamente otorgarnos esa conciencia es lo que intenta el libro que comentamos y recomendamos aquí. Un texto que pretende contribuir a algo tan difícil como cambiar, siquiera sea por unos momentos, el color de los cristales de nuestras gafas, es decir, vernos desde el punto de vista de otra cultura. Aunque para ello también es necesario que el lector ponga algo (mucho) de su parte, estando dispuesto a ser receptivo a esa experiencia. Desde luego, esta lectura no nos va a llevar a adoptar de manera plena la mirada del otro, pero sí nos permite comprender que uno mismo puede resultar tan extraño ante esa mirada ajena como se produce a la inversa. Es decir, que hay alguien para quien “el otro” somos nosotros.
Estamos refiriéndonos a la obra Los Papalagi. Se trata de una serie de discursos cuya autoría se adjudica a Tuiavii de Tiavea, jefe de una tribu de Samoa, país constituido por un conjunto de islas pertenecientes al archipiélago de la Polinesia, en el Pacífico Sur (hay que aclarar que “tuavii” significa “jefe” en samoano, y Tiavea era el nombre de su aldea, es decir, que el nombre con el que le conocemos no es más que una descripción referida a su cargo y procedencia). Este personaje tuvo la oportunidad de viajar a Occidente y recorrer varios países estudiando y analizando la vida, las costumbres y el entorno del hombre blanco civilizado en la Europa de la primera década del siglo XX, muy cercana a la de hoy en día en muchos aspectos, por lo que buena parte de lo que en el texto se expone es perfectamente aplicable a nuestra sociedad actual. De regreso a su tierra prepara los discursos a través de los cuales quiere mostrar a su pueblo lo que ha visto. La conclusión del jefe samoano es que el tipo de vida que llevan los europeos no es en absoluto bueno ni envidiable, y su intención última es la de prevenir a su gente para que se resista a asimilar la cultura occidental.
Estos textos aparecieron por primera vez ante el público europeo en una edición alemana durante la segunda década del siglo XX, en una transcripción y traducción realizada por Erich Scheurmann. Scheurmann era un artista alemán que en el año 1914 viaja a Samoa, por entonces colonia alemana, huyendo de la I Guerra Mundial. Allí conoce a Tuiavii de Tiavea, con el que traba amistad. Gracias a ello, toma conocimiento de este conjunto de discursos y los hace llegar a Europa, poniéndolos a nuestro alcance.
Lo anteriormente descrito responde a la explicación del origen de los textos que en su momento ofreciera el propio Scheurmann. Sin embargo, existe cierta polémica al respecto, pues hay quien afirma que el autor de los supuestos discursos bien pudiera haber sido él mismo. De ser esto cierto, desaparecería el romanticismo que tiñe la historia anterior y disminuiría de manera evidente la verosimilitud de estas crónicas (¿entonces un samoano de principios del siglo XX nos vería así o no?), pero tendríamos que añadir la consideración de lo meritorio del ejercicio literario realizado por el alemán. De todas maneras, esta posibilidad no disminuye un ápice del valor del texto al respecto de para lo que pueda interesar y ser útil. Independientemente de quién sea su auténtico autor, las enseñanzas que podemos extraer de él son exactamente las mismas. Podríamos decir que, si no era esa la perspectiva real de un polinesio, bien hubiera podido serla o, como sentencia el dicho, se non è vero è ben trovato. Personalmente, siempre me he enfrentado a este libro prefiriendo creerme o, mejor, jugando a creerme, que realmente leía las palabras del jefe samoano. Aunque fuera literatura, también la literatura (y, a veces, sobre todo la literatura) nos puede ayudar a ver con otros ojos, que después de todo es de lo que se trata en este caso.
Lo anteriormente descrito responde a la explicación del origen de los textos que en su momento ofreciera el propio Scheurmann. Sin embargo, existe cierta polémica al respecto, pues hay quien afirma que el autor de los supuestos discursos bien pudiera haber sido él mismo. De ser esto cierto, desaparecería el romanticismo que tiñe la historia anterior y disminuiría de manera evidente la verosimilitud de estas crónicas (¿entonces un samoano de principios del siglo XX nos vería así o no?), pero tendríamos que añadir la consideración de lo meritorio del ejercicio literario realizado por el alemán. De todas maneras, esta posibilidad no disminuye un ápice del valor del texto al respecto de para lo que pueda interesar y ser útil. Independientemente de quién sea su auténtico autor, las enseñanzas que podemos extraer de él son exactamente las mismas. Podríamos decir que, si no era esa la perspectiva real de un polinesio, bien hubiera podido serla o, como sentencia el dicho, se non è vero è ben trovato. Personalmente, siempre me he enfrentado a este libro prefiriendo creerme o, mejor, jugando a creerme, que realmente leía las palabras del jefe samoano. Aunque fuera literatura, también la literatura (y, a veces, sobre todo la literatura) nos puede ayudar a ver con otros ojos, que después de todo es de lo que se trata en este caso.
Por aquella época todas las grandes naciones europeas tenían establecidas colonias en otros continentes. Además, existía desde tiempo atrás una intensa actividad exploratoria a zonas del globo aún poco conocidas, a veces por el mero deseo de aumentar el saber geografico, y otras veces por motivos más prácticos, como el de establecer vías de comunicación comercial o descubrir lugares que pudieran ser fuente de recursos naturales y, con ello, de riqueza económica. Debido a todo ello, el contacto entre la cultura occidental y otras culturas era en ese momento infinitamente más intenso de lo que habia sido en siglos anteriores. Esta situación había estimulado la curiosidad de los europeos por esas culturas ajenas y para ellos tan extrañas. El siglo XIX había vivido una auténtica fiebre por las investigaciones etnográficas: viajeros del mundo civilizado volvían de lejanas tierras para narrar a sus compatriotas las curiosas y extravagantes costumbres de los pueblos llamados primitivos. Ahora bien, pocos eran los que estaban interesados en escuchar la versión contraria: ¿cómo nos veían y qué pensaban los pueblos “primitivos” de nosotros?. Después de todo, pensaba el hombre civilizado, son ellos los que tienen costumbres curiosas, no nosotros; ellos son los “raros”, nosotros los “normales”. Los discursos del jefe samoano nos dan una oportunidad casi única: la de descubrir cómo nuestra supuesta normalidad sólo lo es a nuestros ojos, pero no a los ojos de un individuo de otra cultura. Como dice el propio Scheurmann en la introducción: “A través de sus ojos nos miramos y nos vemos desde un punto de vista que de ningún otro modo podríamos percibir”. Se nos ofrece la posibilidad de vernos a nosotros mismos desde fuera, permitiéndonos reflexionar sobre nuestro mundo de una manera tal que nos permita captar cosas de él que de otro modo nunca percibiríamos, pues situados en su interior nos falta la perspectiva para ello: uno nunca mira con curiosidad lo que considera “normal”.
Leyendo los textos, nos puede parecer en más de un momento que la interpretación que el samoano hace de algunas de nuestras costumbres es demasiado simple y superficial, podemos pensar que es resultado de su ignorancia sobre nuestra cultura, podemos decirnos “no entiende nada, esto que él ve como algo tan raro no lo es, esto que él ve como algo absurdo tiene en realidad su sentido,...”. Pues bien, démonos cuenta de que lo mismo podría pensar un individuo de otra sociedad acerca de la visión que de su mundo pudiera tener un miembro de la cultura occidental. Lo repetimos de nuevo: nada es “raro”, nada es “normal”; lo único que ocurre es que los cristales de nuestras respectivas gafas son de distinto color.
Por cierto, el nombre que da título al libro, papalagi, es el de la extraña tribu de costumbres e ideas extravagantes y a veces aparentemente absurdas que protagoniza los discursos del jefe samoano. Es decir, que los papalagi, esos seres exóticos y que despiertan la curiosidad, somos nosotros.
Se trata de un libro tremendamente ameno y cuya lectura es accesible para cualquiera, incluso a cortas edades (un buen regalo para esa criatura a quien le gusta leer, o en quien deseas despertar esa afición). Su atractivo se ve aumentado por el hecho de que se suele presentar en gran formato, tapa dura (tipo álbum de cómic, para que nos entendamos) y acompañando al texto de unas excelentes ilustraciones, obra del reconocido Joost Swarte (puedes ver un par de ellas en este mismo artículo).
Publicado por primera vez en español en 1981, la edición más reciente de que tengo constancia es la realizada en 2005 por RBA, todavía localizable. De todas maneras, si quieres echarle un vistazo antes de comprarlo o por mera curiosidad, es muy posible que lo puedas encontrar en PDF en la red. Aunque, sinceramente, es uno de esos libros que apetece tener en formato físico.
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